lunes, 25 de noviembre de 2019
POEMAS Y NARRACIONES-TOMÁS HERNÁNDEZ FRANCO, pdf, descarga gratis
EL MUNDO SEGÚN YELIDÁ
José Enrique Delmonte
Es muy probable que Yelidá sea uno de los textos más importantes de la poesía dominicana del siglo xx. Afirmar esto podría ser una acción desmesurada si se toma en cuenta la calidad de tantos poemas escritos por dominicanos que forman parte del canon poético local. En un siglo tan plural como lo fue el XX en la poesía dominicana, existen textos de gran calidad y arraigados en la memoria de la cultura que han ampliado el imaginario de la isla, de su historia tensa y sus
desarraigos, y que marcan una manera de trasladarse al discurso virtual que la poesía construye, en voces de una veintena de autores ya reconocidos como los fundamentales.
Tomás Hernández Franco (1904-1952) es uno de esos nombres que no pueden eludirse en cualquier intento de comprensión de la poesía dominicana. Hombre de carácter firme, de aprecio por la vida bohemia en la que la estética vivencial formaba parte de su lenguaje, con una energía vital que lo llevó a ubicarse en el corazón de la efervescencia creativa de París, representaba al individuo de destrezas en el arte del buen vivir. En 1921 publicó su primer libro de poemas, Rezos bohemios, con el que se dio a conocer y comenzó a ser considerado como una promesa de las letras dominicanas. En paralelo a su, producción poética, desarrolló una importante obra narrativa que contiene elementos fundacionales de avanzada. Su primera obra en prosa, Capitulario: Cuentos y crónicas, vio la luz en 1923, con lo que quedó marcada su necesidad de comunicarse a través de distintos recursos expresivos. Lo mismo hizo a través de los ensayos y artículos publicados en diferentes medios.
Dentro de toda esa producción se destaca, con una enormidad que pasma, el, poema Yelidá, que vuela por encima de toda su obra y se ubica con una fuerza desconocida en la poética local. Pudiera decirse que Yelidá fue producto del azar o de un esfuerzo aislado que derivó en un canto poético de una complejidad asombrosa. Sin embargo, cuando se leen en conjunto los ensayos y narraciones de Hernández Franco, se identifica un discurso lleno de contenido y análisis de la realidad antillana que permitió la construcción de un pensamiento decantado con los elementos que hicieron de Yelidá un poema de eterna presencia en lapoética dominicana. Porque su autor fue un privilegiado que tocó tierras distantes donde disfrutó de la cotidianidad de esas sociedades y pudo interactuar en los escenarios efervescentes del primer tercio del siglo xx, lleno de movimientos literarios, promesas de nuevos caminos para la humanidad, apuesta a lo original y devaneos con las vanguardias. Las artes apostaban a un futuro posible. Tuvo un amplio alcance en los niveles sociales tanto de Europa como de América, que le impulsó a buscar las claves para identificar la identidad de su entorno cultural local.
Una persona que detecta fortalezas en sociedades con tendencias étnicas de mayor homogeneidad que la suya, con definiciones conformadas a través de siglos de acumulación de experiencias, de superposiciones y de hibridaciones, trata de resolver su propio acertijo existencial (Fanon, 1955). Esa sociedad dominicana de la primera mitad del siglo XX estuvo marcada por acelerados procesos de modificación, de inesperadas inserciones en niveles de poder que respondían a debilidades propias de estructuras sociales en gestación. Entenderse dominicano era un reto dentro del escenario universal y en el arco caribeño de diversidades inmensas, pues más allá de la inestabilidad administrativa y política que caracterizó al país en esos años de turbulencia, poco a poco la sociedad
dominicana establecía sus emblemas de identidad apegados a su origen, su historia, su negación de lo haitiano, su religión y su lengua. Las preguntas pretendidas de raza no parecían perturbar el sentido de conglomerado cultural, ya que desde los niveles más elevados del pensamiento dominicano se tenía la convicción de ser una extensión de la cultura judeocristiana, de origen europeo, donde todo lo demás era periférico y provocaba ruido.
Por tanto, esa sociedad dominicana a la que perteneció Hernández Franco estaba afincada en una visión simplista de sus estructuras que apostaba por un ideal insustancial de identidad en que la pluralidad racial no formaba parte de sus preocupaciones. Blancos y descendientes de españoles, con elementos referenciales europeizantes en la cultura (música, literatura, arquitectura, religión, arte), representaban la dominicanidad del momento sin evadir la sensación de copia de mala calidad dentro del escenario internacional. Las demás manifestaciones culturales (gastronomía, folclor, música popular, artesanía, vivienda vernácula, sincretismo) no estaban consideradas como rasgos
fundamentales para la definición de la identidad dominicana.
Una sociedad tan particular, por esa historia de inacción y bucolismo que dominó por trescientos años, en la que no se gestaron los procesos de industrialización que vendrían a sustituir la tradición del ruralismo y elconuquismo por el mundo urbano, y que postergó su propia crisis de identidad a
partir de la cual autodefinir su espacio existencial, tanto colectivo como particular. La convicción de que un dominicano era un continuador de la cultura ibérica bastaba para determinar su ámbito y actuar sin traumas en una nación que comenzaba a despuntar hacia sus transformaciones materiales e intangibles.
Así lo deja caer Hernández Franco en su crónica “Villaespesa”: “Y este pueblo que desde lejos admira y ama tanto a la gran Madre Patria, despertó de su letargo[...] al solo nombre del gran rey, renació entre nosotros el viejo sentimiento hidalgo”.
Sin embargo, no era tan simple la fórmula que establecía esa lectura de conformación de lo dominicano. Quedaban fuera muchas preguntas sin responder y abundaban suficientes elementos de representatividad de una gran parte de la sociedad dominicana que, necesariamente, se relacionaban con los temas raciales. La negritud, como figura que reclamó su espacio desde mediados del siglo, empujaba para ser partícipe de los valores identitarios de lo dominicano, los cuales poco a poco abrían brechas, primero en la palabra y más adelante a través de otras manifestaciones culturales y sociales, que desembocaron en resultados de mayores alcances de inclusión. Pero esta conciencia de pluralidad cultural en una sociedad caribeña con variados estamentos étnicos se postergó hasta el presente, cuando la apertura democrática y la conformación de espacios de discusión académicos permitieron colocar en la mesa temas que estuvieron ausentes en el tiempo de Hernández Franco.
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