Los orígenes de esta obra son remotos, y puede decirse que ella empezó a nacer hace más de 33 años. Corrían los tiempos trágicos de la dictadura balaguerista de los doce años. Al cabo de años de constante persecución y de lucha clandestina, a fines de enero de 1974, fui a parar a la cárcel de La Victoria y como sabía que la prisión que me esperaba sería larga, me dispuse a ganarle la batalla al abatimiento y a la ociosidad y, aparte de las materias que los presos políticos de entonces estudiábamos colectivamente, organicé mi propio programa de estudio de la historia patria.
El primer año y medio de mi encierro lo pasé estudiando historia principalmente. Con letra pequeña y apretujada, comencé a hacer fichas con datos e informaciones de acontecimientos y personajes que despertaban mi interés. Sin pensar ni mucho menos en escribir alguna vez una obra biográfica, guardaba mis fichas en orden alfabético en un archivito plástico que me llevó mi esposa Dulce, con el fin de consultarlas cuando fuera del caso en el futuro. Clandestinamente, mis fichas salieron de la cárcel y tras de ellas, salí yo. Las guardé conmigo, por décadas enteras, en el mismo archivito hasta que un consejo de mi camarada y amigo Manuel Salazar, hizo que esas viejas fichas recobraran vida y multiplicaran su valor.
Hace ya más de un año, él me recomendó escribir un Diccionario como éste. Usted puede hacerlo–, me dijo Manuel, con la confianza que siempre me ha tenido y la sinceridad con que por años me ha tratado. Así recibí el estímulo y la orientación que me faltaban, y de una vez puse manos a la obra.
Volví a las viejas notas. Les añadí las que había acumulado en mis estudios de historia de estos años, y las aportadas por las nuevas investigaciones y consultas. Para ello he contado con distintas fuentes, y muy principalmente, con las obras escritas por los historiadores nacionales. He caminado tras las huellas y, como quien dice, en los hombros de ellos y debo reconocer con honradez y gratitud la herencia que han dejado. Sin embargo, al estudiar esos interesantes textos, se choca también con algunos inconvenientes que dificultan la precisión del dato. Mientras en una obra se dice, por ejemplo, que un personaje nació en determinado lugar, en otra se le ubica como nacido en un lugar distinto. Lo mismo sucede con la fecha de su venida al mundo y la de su muerte. Esta es una dificultad real, pero tengo para mí que en ese sentido hay que ser comedido y no exigir demasiado. Porque si aún hoy, con todos los avances de la comunicación y la tecnología, hay familias enteras, millares de dominicanos, sin la documentación oficial correspondiente y, en el mejor de los casos, con esa documentación pero con datos equivocados; piénsese en lo que ocurría siglo y medio atrás en aquello de llevar un adecuado registro de cada ciudadano.
Otra cosa. Es de rigor que al hacer la biografía de un personaje, se le ubique con la objetividad mayor posible en las circunstancias históricas en que actuó. En este caso, la Guerra de Restauración librada entre 1863 y 1865. Pero una biografía no ofrece mucho margen para esto, porque se corre el riesgo de que por extenderse en el análisis del momento histórico, se rompa el hilo del tratamiento al personaje mismo. Por eso, el procedimiento que he seguido en esta obra ha sido el de darle espacio al análisis tan sólo al manejar las biografías de determinadas figuras representativas de ese período histórico.
A la Guerra de Restauración propiamente dicha, he pretendido tratarla como la guerra del pueblo que realmente fue. Como la acción histórica de un pueblo pequeño y pobre que en un rincón sin nombre del planeta se batió a muerte y le ganó la guerra a una de las más crueles y poderosas potencias coloniales de aquel tiempo. España se quitó el respeto a sí misma, al pretender reimponer su reino en esta tierra, y los dominicanos le aceptaron el reto.
Durante siglos, al dominicano se le dijo que a España debía llamársele la Madre Patria y a lo español debía guardársele una inexplicable y misteriosa adoración. Nuestro pueblo se sacudió de ese pesado lastre cultural. Se empinó sobre el baluarte de su propio sentimiento nacional, venció el miedo que las fuerzas ocupantes quisieron sembrar con sus atrocidades, y a fuerza de coraje, habilidad política y sorprendente destreza militar, ese pueblo pequeño y los jefes que surgieron de su vientre, en buena lid le ganaron la guerra al invasor. A machete limpio sacaron a los españoles de la tierra firme, los forzaron a recogerse en algunos puertos marítimos y al fin, por ahí se hicieron los barcos a la mar con su triste carta de colonialistas derrotados. Este elemento de valor siempre actual y permanente lo destaco en la obra en cada momento que lo entiendo oportuno, como un estímulo al fortalecimiento del sentimiento nacional y la dominicanidad.
Igualmente, cabe reiterar que en su guerra de liberación, el pueblo dominicano se bastó por sí mismo y venció apoyado principalmente en su propia fuerza. Contó con la ayuda fundamental de Haití.
Pero fuera de ahí, puede decirse que luchó y venció solo, con su onda de David, frente al gigante. La ayuda de Europa se limitó a las simpatías diplomáticas que por su rivalidad con España, le dispensó Inglaterra a los dominicanos; estos tuvieron también a su favor las presiones ejercidas por grupos políticos de Madrid, que entendían que nuestra tierra era tan poco importante, que no valía el derroche de vidas y recursos que España estaba consumiendo en conservarla. En Estados Unidos, el presidente Lincoln estaba muy ocupado en los negocios de su propia guerra, y se limitó a una cortés expresión de sus valiosas simpatías con la causa dominicana. Y las diligencias que se hicieron en Suramérica tampoco dieron los resultados deseados.
En cambio, no fueron pocos los extranjeros que, en bellísimo gesto de hermandad internacionalista, pelearon por los dominicanos como si República Dominicana hubiese sido su propia patria. Colombianos, haitianos, venezolanos, isleños, norteamericanos, alemanes, ingleses, españoles residentes en el país, e incluso algunos españoles que vinieron como soldados invasores, los encontrará el lector con nombres y apellidos en estas páginas. Como se lo merecen.
El que escribe la historia no puede ni mucho menos tratar de corregirla ni de modificar lo que pasó. Es inútil y tampoco eso va acorde con la ciencia. Por tanto, en vez de meterme en pleitos estériles con los personajes biografiados, he querido presentarlos como fueron, como el producto social de su medio y de su tiempo. Hombres perfectos no los hay ni los habrá nunca, como nunca ha habido ni podrá haber pueblos perfectos. Así que, sin abandonar el sentido crítico, ni el rigor de la apreciación de cada hecho y cada personaje, sin pretender mantener un equilibrio sin principios, escribir una historia “imparcial y seria”, ni lavar manchas históricas de nadie, tampoco he pretendido decirles hoy a los restauradores, lo que ellos debieron o no debieron hacer cuando hace más de siglo y medio, hicieron la historia del país y la historia de ellos mismos.
Antes del párrafo final valga una necesaria aclaración. Cada maestro tiene su librito, se dice comúnmente entre nosotros. Y yo, aún sin ser maestro, tengo también mis propias reglas al escribir. No me gusta hacer las citas y mandar al lector a buscar las fuentes en notas al pie de la página ni al final del libro. Ese sistema no me parece del gusto del lector y por eso, mi norma es otra. Cito las cosas que entiendo pertinentes, me ocupo escrupulosamente de ponerlas en itálicas y ahí, en el mismo renglón, señalar la procedencia y el autor del cual tomo la cita. Esa norma la sigo en esta obra y me parece que resultará más funcional y cómoda al lector.
Basta por ahora, y me resta nada más darle las Gracias sinceras al Banco de Reservas en la persona de su Administrador General, licenciado Daniel Toribio, porque con su respaldo y su confianza ha hecho posible el nacimiento de esta obra, que empezó a escribirse sin saber el autor que la escribía, hace ya más de 33 años, en la angustiosa realidad de la prisión injusta.
RAFAEL CHALJUB MEJÍA
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