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Escritos: Revista Cultural

viernes, 30 de noviembre de 2018

Cuentos más que completos - Juan Bosch, pdf descarga gratis


En 1961 Juan Bosch vivía en Costa Rica una de las etapas del largo exilio que lo había llevado por distintos países; dejando libros guardados por todas partes, en cajas de cartón que nadie abriría ya nunca, como suele ocurrir. Los libros, que luego esponja la humedad y se come la polilla, son la causa de los exilios.
 
Fue el año en que lo conocí. Era entonces un desterrado emblemático del Caribe revuelto, que al tiempo que escribía cuentos ejemplares reclamaba una alternativa democrática para la República Dominicana, dominada por un tirano a su vez emblemático, el generalísimo Rafael Leónidas Trujillo. Yo recordaba que Trujillo había enviado una banda militar a los funerales del viejo Somoza, muerto a tiros por un poeta en el curso de una fiesta, y que los músicos, vestidos de uniformes negros con bordaduras doradas, marchaban de cuatro en fondo por las calles desoladas de

Managua tocando marchas fúnebres, los fuegos del sol de mediodía prendidos en el cobre de las bombardas; creo que se lo conté, y creo que se rió apaciblemente, con cierta melancolía. Ese mismo Trujillo de bigotito canalla que solía aparecer en los periódicos de Nicaragua retratado con un bicornio en el que flameaba un airón de plumas de avestruz, copiado de algún viejo figurín de pompas militares. Bosch y Trujillo, emblemáticos los dos, pero cada uno por su propio lado, representantes de mundos que jamás iban a reconciliarse.

Pero las fanfarrias y los disfraces de Trujillo no lo eran todo. Más siniestro que su uniforme de opereta era su modo de manejar los hilos del poder; entre el envilecimiento, el terror y el halago, su mano sabía alcanzar a sus enemigos por muy lejos que se hallaran.

Así había ocurrido con el atentado que su policía secreta urdió para matar al presidente de Venezuela, Rómulo Betancourt, en 1960, haciendo detonar al paso de su caravana un coche cargado de explosivos. Betancourt sobrevivió, con quemaduras, y aquel atentado marcó el inicio del fin de Trujillo, porque perdió el favor de los Estados Unidos de Kennedy y la OEA lo puso en cuarentena.
Juan Bosch se hallaba en Caracas para entonces, y ese mismo año en que empezaba el ocaso de Trujillo, él escribía el último cuento de su vida, “La mancha indeleble”. En adelante, el torbellino de los acontecimientos, en los que quedó envuelto, lo sacaría para siempre de la literatura. Pero como quiero explicar luego, no sólo los acontecimientos lo empujaban fuera, sino su propia convicción ética que envolvía por igual la literatura y la política, y asimismo sus ideas sobre el oficio del escritor.

Cuando lo conocí en el mes de mayo de aquel año, enseñaba historia de América Latina en la escuela que la hermandad de líderes socialdemócratas —José Figueres, Muñoz Marín, Haya de la Torre, Rómulo Betancourt y él mismo— había abierto en San Isidro de Coronado, un poblado del valle central cercano a San José, para entrenar a jóvenes dirigentes políticos del continente. Yo venía de participar en un congreso centroamericano de estudiantes celebrado en Panamá, y me detuve a visitar a amigos nicaragüenses que estudiaban en esa escuela. Uno de ellos, Julio López
Miranda, me presentó delante de don Juan como escritor, y él se complació mucho en sentarse conmigo a compartir una taza de café, y aleccionarme por una media hora sobre el arte de escribir cuentos, oficio en el que yo me iniciaba entonces.

Recuerdo su figura delgada en mangas de camisa, la corbata formalmente anudada, sus ojos celestes, sus anteojos con marco de carey, su pelo rizado, prematuramente cano, y su acento neutro, que no tenía ningún deje caribeño, severo y cordial de voz y maneras como recuerdo que eran mis tíos los Mercado, siempre buscando una moraleja en la conversación. Todo el mundo le decía “el profesor”, y por la forma didáctica de explicar sus convicciones, fueran políticas o literarias, hacía honor al nombre. Así pude escuchar de su voz sus ideas acerca del cuento, expuestas en sus Apuntes sobre el arte de escribir cuentos, publicados en El Nacional de Caracas en 1958.

Él era para entonces un cuentista consumado, que no faltaba en ninguna antología latinoamericana del género, un cuentista sobre todas las cosas, aunque también escribió dos novelas: La mañosa (1936) y El oro y la paz (1976); y se sentía muy a sus anchas y muy señor de su territorio al señalar las reglas de un arte que había practicado desde sus veinte años, cuando escribió sus primeros cuentos, entre ellos “La mujer”, que encabezó su primer libro, Camino Real, publicado en La Vega, en 1933. Cuando en 1942 escribió “El río y su enemigo”, recuerda que se dijo: “Ahora ya domino este género y hago con esto lo que quiera”.

Eran unas reglas que esbozadas en su tono cordial, parecían muy simples: persistir en el tema central; extraer al tema elegido las consecuencias últimas, con garra de animal de presa; hacer que el relato conserve el tamaño de su propio universo; no darle al relato medidas fraccionadas y distintas; y conseguir un final que sea siempre sorpresivo para el lector; todo resumido en la frase lapidaria de Horacio acababa de aparecer. Partía del ejemplo de aquel libro para delimitar desde entonces las que para él eran las diferencias fundamentales entre novela y cuento. A su juicio, los relatos de Novas Calvo tenían más bien la estructura de novelas cortas.

Abandonar para siempre la literatura resulta extraño en alguien que apenas sobrepasados los cincuenta años se encuentra en su plenitud creativa. Pero los acontecimientos se aceleraron. A los pocos días, ya de vuelta yo en Nicaragua, mataron a Trujillo en Santo Domingo, un acontecimiento decisivo en la vida de Juan Bosch. Volvió triunfante, y en 1962 resultó electo presidente de la república con más del sesenta por ciento de los votos, en las primeras elecciones libres que la República Dominicana conocía en toda su historia. Tomó posesión en febrero de 1963, y siete meses más tarde fue derrocado por un golpe militar, bajo la misma vieja justificación de que se trataba de un gobierno de inspiración comunista.

Exilio y escritura se habían convertido para él en una unidad indisoluble, aunque al mismo tiempo se mantuviera en lucha contra la tiranía. Había salido al destierro hacia Puerto Rico en 1937, el mismo año de la matanza de los braceros haitianos ordenada por Trujillo; dos años más tarde fundó, desde La Habana, el Partido Revolucionario Dominicano (PRD), y fue participante de varios movimientos armados, el más importante de ellos la fracasada expedición de Cayo Confites en 1947. Pero al regresar a su patria tras el fin del trujillato, ya no volvería a escribir más que reflexiones políticas y ensayos históricos.

Las reformas que desde la presidencia quiso imponer a la realidad arcaica de su país, vistas a la luz de hoy parecen moderadas, tan moderadas como lo fueron las que Jacobo Arbenz había querido para Guatemala una década atrás, y que le costaron también el derrocamiento y el exilio. No podía haber flores de invernadero en el páramo de la guerra fría. Y el hecho de que un escritor fuera depuesto por un golpe militar no era nada nuevo en América Latina. Lo mismo le había ocurrido al novelista Rómulo Gallegos en Venezuela en 1948, víctima del cuartelazo que tras pocos meses de su toma de posesión dio paso a la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez. Si la democracia era un concepto sospechoso bajo los términos de la guerra fría, más sospechosos aún resultaban los intelectuales que, junto con la necesidad de democracia, planteaban reformas a las estructuras sociales, despertando la alarma tanto en el Departamento de Estado de los Estados Unidos, aún en plena era Kennedy, como en los cuarteles de los ejércitos que, como los de la República Dominicana, Haití y Nicaragua, habían sido creados a imagen y semejanza de las fuerzas de marines norteamericanos que en distintos momentos de la primera mitad del siglo XX ocuparon esos países.

La vida de Juan Bosch seguiría siendo azarosa tras sus pocos meses en el poder. Exiliado otra vez en Puerto Rico, hasta allá lo alcanzaron en 1965 los ecos de la rebelión nacionalista que trajo como secuela la intervención militar estadounidense Quiroga: “el cuento es una flecha dirigida rectamente hacia el blanco”. A ese conglomerado supo siempre agregar una regla más, aunque no la proclamara, y que seguramente aprendió de Chejov, a quien tanto admiró: el cuento debe tener siempre como personajes a los pequeños seres. Los otros de quienes aprendió mucho, según él mismo confiesa, fueron Maupassant, Sherwood Anderson y Rudyard Kipling, de quien siguió siempre el consejo clave de que el verdadero arte de escribir consiste en borrar palabras.

Esas reglas suyas ya las había descrito desde mucho antes, cuando en 1944 publicó en La Habana una de sus primeras estaciones de exiliado, su Teoría sobre el cuento; refiriéndose a La Luna Nona y otros cuentos de Lino Novas Calvo que ordenada por Lyndon Johnson . Esa rebelión, encabezada por el coronel Francisco Caamaño en nombre de una facción juvenil del ejército que seguía siendo dominado por los viejos generales trujillistas, pretendió restablecerlo en el poder. La historia, que parece imaginada por los novelistas o por los cuentistas, había puesto en su camino a aquel joven oficial, encargado de custodiarlo durante el viaje en barco rumbo al destierro en septiembre de 1963, y que ahora quería devolverlo a la silla presidencial.

El hecho de que no volviera a escribir un solo cuento, su oficio de toda la vida, tiene que ver seguramente con su concepción ética de la literatura. Aún consciente de que sin atributos artísticos verdaderos una pieza literaria no es importante para nada, ni siquiera como recurso de propaganda, y muy dueño de un arte que había practicado a conciencia, capaz aún de definir sus reglas, siempre estuvo convencido de que la literatura debía servir para un fin moral —yo diría pedagógico—, tal como él mismo se coloca dentro del universo didáctico de Eugenio María de Hostos (1839-1903), uno de los mentores del positivismo en América Latina. Desde su juventud se proclamó un “hostoniano”, bajo la convicción de que las dos palancas que mueven al mundo son la moral y el trabajo; una de sus tareas del exilio en Puerto Rico y Cuba sería dirigir la edición de las obras completas de Hostos. “Hostos fue para mí un maestro a través de su obra”, dice él mismo. “El transformó mi destino. Antes de leer la obra completa de Hostos yo era un proyecto de hombre... un proyecto de hombre que quería hacer algo por su pueblo y por los pueblos latinoamericanos. Pero no sabía cómo...” De modo que esas ideas, que educaban para articular en armonía la conducta personal con el entorno social, sobrevivieron siempre en él, en sus tiempos de adhesión a la socialdemocracia, y aun en sus tiempos posteriores de adhesión al marxismo.
 
Esta finalidad ética la define al elegir el universo de sus cuentos, que es el del medio rural dominicano, concretamente la región del Cibao. Fue allí donde nació en el año de 1909, en el poblado de La Vega, hijo de un inmigrante catalán, que de albañil pasó a comerciante, y de una puertorriqueña de padre gallego. En una de las pocas ocasiones en que la intención ética y social aflora de manera explícita en sus cuentos, propone en boca de Juan, el personaje central, la visión que tiene sobre el escenario campesino del Cibao. Se trata del cuento “Rosa”:

No era culpa del campo ser arena de tragedias ni semillero de hombres que se desconocían a sí mismos. Esa era culpa de otros, de los que sacaban de nuestro sudor la parte que usaban en rodearse de comodidades o simplemente en envilecerse, y ni siquiera nos devolvían en escuelas lo que nos quitaban todos los días. Rodando por el mundo conocí muchos de esos culpables y me percaté de que gran parte de ellos ignoraban que vivían a costa nuestra. A los que me decían que con lo que yo sabía podía hacerme rico en la capital o en alguna ciudad, les respondía que yo sabía que era un explotado, pero que prefería eso a ser un explotador.

La visión que tiene de su país —moral, política, literaria— es integral, y cuando ejerció el poder, quiso hacer desde el gobierno lo que había venido haciendo toda su vida desde la literatura: reivindicar un mundo atrasado, olvidado, oprimido, hacerle justicia. Era el mundo de los campesinos que había conocido en el Cibao desde su infancia: minifundistas dueños de pequeñas parcelas, colonos y aparceros, peones sin tierra, braceros haitianos de los ingenios de azúcar; todo un universo tejido de costumbres ancestrales, supersticiones, códigos de honor, siempre en lucha con los excesos de la naturaleza, sequías o ríos desbordados, y en lucha también con el poder, los campesinos carne de cañón de las montoneras y de las guerras civiles, víctimas de la ley impuesta por los latifundistas, y víctimas, sobre todo, de la miseria ineluctable que acarrea, antes que nada, a la muerte. “La muerte era el gran personaje de la vida campesina”, dice, y frente a ella todo era indefensión, sin ninguna posibilidad de asistencia médica.
 
Cuando se fue al exilio en 1937, quedó intacto en su memoria ese mundo que pronto sería teñido con los colores del trujillismo; lo fue recreando siempre en sus cuentos, desde la lejanía, y así permaneció hasta que volvió a él por la puerta del poder político, con afán reivindicatorio. Está visto que fracasó en esta tarea, que era todo un experimento social y democrático muy nuevo en un país atrasado, y ultrajado por décadas, porque su visión política idealista no fue tan eficaz como la visión imaginativa que desarrolló en sus cuentos, y chocó rápidamente con la realidad heredada por el trujillismo que seguía presente en la sociedad dominicana, y principalmente en el ejército obediente a la filosofía de la guerra fría, que lo derrocó sin demora.
Después, tampoco hubo el tiempo ni las circunstancias para volver a la literatura. Regresaría del exilio en 1965 tras la revuelta abortada del coronel Caamaño; sería otra vez candidato presidencial en las elecciones de 1966 ganadas por el doctor Joaquín Balaguer, heredero del trujillismo; abandonaría en 1973 el partido que él mismo había fundado, para organizar el Partido de la Liberación Dominicana (PLD) .

La literatura era para él un oficio serio, que no podía compartirse con la política. Se podía ser ambas cosas a la vez, escritor y político, pero no a un tiempo, y ésta es una de sus reglas sabias: “No es cierto que la política perjudique a la literatura. Lo que ocurre es que la política es una actividad a la cual hay que dedicarle todo el tiempo y la literatura también es una actividad a la que hay que dedicarle todo el tiempo... de manera que para realizar la actividad literaria y la política al mismo
tiempo, cualquiera de las dos es excluyente de la otra...”

El mundo que le sobrevivirá es el mundo del Cibao, el mundo de su imaginación y su memoria. Sobrevivirá porque está en sus cuentos: la única manera en que pudo exponerlo y, a fin de cuentas, reivindicarlo. Lo escogió deliberadamente, más allá de la moda y costumbre de aquellos años de forja de una literatura latinoamericana que aún buscaba su identidad en la naturaleza y en el paisaje, y en los seres que habitaban esa naturaleza y ese paisaje. De esa pretensión de organizar un universo autóctono, distinto al que reflejaba la literatura europea, para ir por ese camino hacia una identificación de lo propio que sirviera como argamasa de la nacionalidad por construir, nacieron los ismos de color local, criollismo, regionalismo, equivocados en la manera de abordar el universo rural que se ofrecía a los ojos del escritor en todo su esplendor y su miseria. Porque la literatura vernácula fragmentó ese universo, o se conformó con extraerle sus colores más banales, como si se tratara de una expedición para explorar lo exótico tierra adentro.

Bosch supo ir al encuentro de ese mundo porque lo reconoce en su complejidad y no lo banaliza nunca. Lo entiende en el conjunto de sus elementos atrayentes, no porque esos elementos sean pintorescos, sino porque tienen un peso humano, y enseguida acierta en transformarlos en materia literaria a través de una compleja operación imaginativa. Lejos de quedarse en una propuesta de decorados, a ser resuelta en excentricidades del habla o en juegos continuados de metáforas, nos convence de que el mundo rural que describe permanece allí, vivo y poderoso, no sólo como paisaje, aguardando a quien quiera entender su verdadera dimensión.

A lo largo del siglo XX, y sobre todo en la primera mitad que le toca literariamente a Bosch, ese mundo rural es dominante en nuestra realidad, y trastoca aún lo que llamamos nuestra cultura urbana. Es de la sobrevivencia de sus valores arcaicos, transfigurados en la vida cotidiana, que surgirá el asombro por los contrastes que da paso a eso que se ha dado en llamar realismo mágico.Al tocar esos elementos, como habitante él mismo del mundo rural del Cibao y no como visitante, Bosch da con las primeras claves de la literatura moderna, como podemos verlo en cuentos suyos como “Fragata”, la historia de una prostituta gorda que acarrea sus enseres en una carreta de bueyes para establecerse en una calle olvidada de un pueblo olvidado, y que preludia a La Cándida Eréndira y su abuela desalmada como en “Dos pesos de agua”, grabado con buril tenebroso en negro profundo, semejante a un aguafuerte de Goya, las ánimas del purgatorio entre las llamas, chillando como arpías que deciden la suerte de los pequeños seres que penan abajo al desatar sobre ellos el diluvio; o como el espléndido retrato del abuelo Juan, su abuelo materno, que está en el cuento “Papá Juan”.

Bosch escoge deliberadamente unas fronteras para sus cuentos, que son las del territorio del Cibao. Pero de ninguna forma son creaciones maniqueas, ni están construidas de manera pintoresquista. Son cuentos vernáculos porque se delimitan en un universo campesino, pero están elaborados desde abajo; y muy lejos de la usanza de la época, el autor no desciende hacia ese universo envuelto en metáforas sobre el paisaje, sino que sabe explorarlo a fondo; y cuando recurre a la naturaleza con sus fuerzas desatadas, esas fuerzas encarnan el destino, porque los seres humanos, pequeños seres desvalidos, viven o perecen bajo su imperio, como en “Mal tiempo”, que para mí es una de sus mejores piezas. Y esa escogencia deliberada de escenario tiene consecuencias en toda su obra.

Fue dependiente de comercio en el Cibao, oficial de estadísticas en Santo Domingo, vendedor de un puesto de licores en Madrid; durante sus primeros años en Venezuela, gerente de una compañía de variedades y descargador de camiones en el mercado de San Jacinto, en Caracas; pintor de carteles de cine, en Valencia; fue anunciador en un parque de diversiones ambulante, en gira por Curazao, Martinica y Trinidad, donde también fue panadero. Fue todo eso, y además exiliado político, que es un oficio en sí mismo. Experiencias suficientes para reflejar una múltiple diversidad de temas en su
narrativa.

Pero se quedó, con terquedad, en el escenario campesino del Cibao, saliendo de ese territorio sólo ocasionalmente y de manera ejemplar, como lo demuestra en su inolvidable cuento “Rumbo al puerto de origen”, en el que cuenta la historia mágica de un pescador que cae al agua por agarrar una paloma, mientras su barca de vela se aleja empujada por el viento. Esa constancia fue una manera de proclamar su compromiso con los personajes de su infancia, que fueron los campesinos, y no los pescadores, aunque en este cuento demuestre conocimientos de un virtuoso sobre el mar.

 
Todo lo que he querido decir sobre el entramado entre su vida política y su vida literaria, bajo el mismo presupuesto ético, está reflejado en la escogencia que hizo de sus cuentos preferidos en su Antología personal, publicada por la editorial de la Universidad de Puerto Rico en 1998. Aunque no sean los mejores, son los que más se acercan a su propia concepción de la literatura como reflejo de una realidad que no está allí sólo para ser contemplada, en la vena de los que algunos críticos llaman el realismo social, o sociorealismo. Y ese mismo entramado está presente en el criterio con que a partir de la década de los sesenta ordenó todos sus cuentos, desde los primeros que aparecen en Camino Real, para ser publicados en tres volúmenes: Cuentos escritos antes del exilio y Cuentos escritos en el exilio, Más cuentos escritos en el exilio. Al fin y al cabo su vida se cuenta antes y durante el exilio.

Y como insisto en que los escenarios de la historia parecen siempre preparados por la imaginación de los novelistas o cuentistas, termino recordando que cuando nos encontramos por primera vez en San Isidro de Coronado, nadie podía decirle que le tocaría suceder en el poder a Trujillo, su antítesis ética y política, aunque fuera por pocos meses. Tampoco nadie pudo haberme dicho a mí entonces, aprendiz de cuentista sentado frente a su maestro, que dos décadas después me tocaría suceder a Somoza como miembro de la Junta de Gobierno, al triunfo de la revolución en Nicaragua.

Al fin y al cabo, en el Caribe de llamaradas revueltas, la historia privada no viene a ser la historia de las naciones, como señalaba Balzac, sino que la historia pública arrastra en su turbión a las vidas privadas, las transforma, y como una deidad funesta, decide la suerte de los escritores.

SERGIO RAMÍREZ


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