En
1961 Juan Bosch vivía en Costa Rica una de las etapas del largo
exilio que lo había llevado por distintos países; dejando libros
guardados por todas partes, en cajas de cartón que nadie abriría ya
nunca, como suele ocurrir. Los libros, que luego esponja la humedad y
se come la polilla, son la causa de los exilios.
Fue
el año en que lo conocí. Era entonces un desterrado emblemático
del Caribe revuelto, que al tiempo que escribía cuentos ejemplares
reclamaba una alternativa democrática para la República Dominicana,
dominada por un tirano a su vez emblemático, el generalísimo Rafael
Leónidas Trujillo. Yo recordaba que Trujillo había enviado una
banda militar a los funerales del viejo Somoza, muerto a tiros por un
poeta en el curso de una fiesta, y que los músicos, vestidos de
uniformes negros con bordaduras doradas, marchaban de cuatro en fondo
por las calles desoladas de
Managua
tocando marchas fúnebres, los fuegos del sol de mediodía prendidos
en el cobre de las bombardas; creo que se lo conté, y creo que se
rió apaciblemente, con cierta melancolía. Ese mismo Trujillo de
bigotito canalla que solía aparecer en los periódicos de Nicaragua
retratado con un bicornio en el que flameaba un airón de plumas de
avestruz, copiado de algún viejo figurín de pompas militares. Bosch
y Trujillo, emblemáticos los dos, pero cada uno por su propio lado,
representantes de mundos que jamás iban a reconciliarse.
Pero
las fanfarrias y los disfraces de Trujillo no lo eran todo. Más
siniestro que su uniforme de opereta era su modo de manejar los hilos
del poder; entre el envilecimiento, el terror y el halago, su mano
sabía alcanzar a sus enemigos por muy lejos que se hallaran.
Así
había ocurrido con el atentado que su policía secreta urdió para
matar al presidente de Venezuela, Rómulo Betancourt, en 1960,
haciendo detonar al paso de su caravana un coche cargado de
explosivos. Betancourt sobrevivió, con quemaduras, y aquel atentado
marcó el inicio del fin de Trujillo, porque perdió el favor de los
Estados Unidos de Kennedy y la OEA lo puso en cuarentena.
Juan
Bosch se hallaba en Caracas para entonces, y ese mismo año en que
empezaba el ocaso de Trujillo, él escribía el último cuento de su
vida, “La mancha indeleble”. En adelante, el torbellino de los
acontecimientos, en los que quedó envuelto, lo sacaría para siempre
de la literatura. Pero como quiero explicar luego, no sólo los
acontecimientos lo empujaban fuera, sino su propia convicción ética
que envolvía por igual la literatura y la política, y asimismo sus
ideas sobre el oficio del escritor.
Cuando
lo conocí en el mes de mayo de aquel año, enseñaba historia de
América Latina en la escuela que la hermandad de líderes
socialdemócratas —José Figueres, Muñoz Marín, Haya de la Torre,
Rómulo Betancourt y él mismo— había abierto en San Isidro de
Coronado, un poblado del valle central cercano a San José, para
entrenar a jóvenes dirigentes políticos del continente. Yo venía
de participar en un congreso centroamericano de estudiantes celebrado
en Panamá, y me detuve a visitar a amigos nicaragüenses que
estudiaban en esa escuela. Uno de ellos, Julio López
Miranda,
me presentó delante de don Juan como escritor, y él se complació
mucho en sentarse conmigo a compartir una taza de café, y
aleccionarme por una media hora sobre el arte de escribir cuentos,
oficio en el que yo me iniciaba entonces.
Recuerdo
su figura delgada en mangas de camisa, la corbata formalmente
anudada, sus ojos celestes, sus anteojos con marco de carey, su pelo
rizado, prematuramente cano, y su acento neutro, que no tenía ningún
deje caribeño, severo y cordial de voz y maneras como recuerdo que
eran mis tíos los Mercado, siempre buscando una moraleja en la
conversación. Todo el mundo le decía “el profesor”, y por la
forma didáctica de explicar sus convicciones, fueran políticas o
literarias, hacía honor
al nombre. Así pude escuchar de su voz sus ideas acerca del cuento,
expuestas en sus Apuntes sobre el arte de escribir cuentos,
publicados en El Nacional de Caracas en 1958.
Él
era para entonces un cuentista consumado, que no faltaba en ninguna
antología latinoamericana del género, un cuentista sobre todas las
cosas, aunque también escribió dos novelas: La mañosa (1936) y El
oro y la paz (1976); y se sentía muy a sus anchas y muy señor de su
territorio al señalar las reglas de un arte que había practicado
desde sus veinte años, cuando escribió sus primeros cuentos, entre
ellos “La mujer”, que encabezó su primer libro, Camino Real,
publicado en La Vega, en 1933. Cuando en 1942 escribió “El río y
su enemigo”, recuerda que se dijo: “Ahora ya
domino este género y hago con esto lo que quiera”.
Eran
unas reglas que esbozadas en su tono cordial, parecían muy simples:
persistir en el tema central; extraer al tema elegido las
consecuencias últimas, con garra de animal de presa; hacer que el
relato conserve el tamaño de su propio universo; no darle al relato
medidas fraccionadas y distintas; y conseguir un final que sea
siempre sorpresivo para el lector; todo resumido en la frase
lapidaria de Horacio acababa de aparecer. Partía del ejemplo de
aquel libro para delimitar desde entonces las que para él eran las
diferencias fundamentales entre novela y cuento. A su juicio, los
relatos de Novas Calvo tenían más bien la estructura de novelas
cortas.
Abandonar
para siempre la literatura resulta extraño en alguien que apenas
sobrepasados los cincuenta años se encuentra en su plenitud
creativa. Pero los acontecimientos se aceleraron. A los pocos días,
ya de vuelta yo en Nicaragua, mataron a Trujillo en Santo Domingo, un
acontecimiento decisivo en la vida de Juan Bosch. Volvió triunfante,
y en 1962 resultó electo presidente de la república con más del
sesenta por ciento de los votos, en las primeras elecciones libres
que la República Dominicana conocía en toda su historia. Tomó
posesión en febrero de 1963, y siete meses más tarde fue derrocado
por un golpe militar, bajo la misma vieja justificación de que se
trataba de un gobierno de inspiración comunista.
Exilio
y escritura se habían convertido para él en una unidad indisoluble,
aunque al mismo tiempo se mantuviera en lucha contra la tiranía.
Había salido al destierro hacia Puerto Rico en 1937, el mismo año
de la matanza de los braceros haitianos ordenada por Trujillo; dos
años más tarde fundó, desde La Habana, el Partido Revolucionario
Dominicano (PRD), y fue participante de varios movimientos armados,
el más importante de ellos la fracasada expedición de Cayo Confites
en 1947.
Pero al regresar a su patria tras el fin del trujillato, ya no
volvería a escribir más que
reflexiones políticas y ensayos históricos.
Las
reformas que desde la presidencia quiso imponer a la realidad arcaica
de su país, vistas a la luz de hoy parecen moderadas, tan moderadas
como lo fueron las que Jacobo Arbenz había querido para Guatemala
una década atrás, y que le costaron también el derrocamiento y el
exilio. No podía haber flores de invernadero en el páramo de la
guerra fría. Y el hecho de que un escritor fuera depuesto por un
golpe militar no era nada nuevo en América Latina. Lo mismo le había
ocurrido al novelista Rómulo Gallegos en Venezuela en 1948, víctima
del cuartelazo que tras pocos meses de
su toma de posesión dio paso a la dictadura del general Marcos Pérez
Jiménez. Si la democracia era un concepto sospechoso bajo los
términos de la guerra fría, más sospechosos aún resultaban los
intelectuales que, junto con la necesidad de democracia, planteaban
reformas a las estructuras sociales, despertando la alarma tanto en
el Departamento de Estado de los Estados Unidos, aún en plena era
Kennedy, como en los cuarteles de los ejércitos que, como los de la
República Dominicana, Haití y Nicaragua, habían sido creados a
imagen y semejanza de las fuerzas de marines norteamericanos que en
distintos momentos de la primera mitad del siglo XX ocuparon esos
países.
La
vida de Juan Bosch seguiría siendo azarosa tras sus pocos meses en
el poder. Exiliado otra vez en Puerto Rico, hasta allá lo alcanzaron
en 1965 los ecos de la rebelión nacionalista que trajo como secuela
la intervención militar estadounidense Quiroga: “el cuento es una
flecha dirigida rectamente hacia el blanco”. A ese conglomerado
supo siempre agregar una regla más, aunque no la proclamara, y que
seguramente aprendió de Chejov, a quien tanto admiró: el cuento
debe tener siempre como personajes a los pequeños seres. Los otros
de quienes aprendió mucho, según él mismo
confiesa, fueron Maupassant, Sherwood Anderson y Rudyard Kipling, de
quien siguió siempre el consejo clave de que el verdadero arte de
escribir consiste en borrar palabras.
Esas
reglas suyas ya las había descrito desde mucho antes, cuando en 1944
publicó en La Habana una de sus primeras estaciones de exiliado, su
Teoría sobre el cuento; refiriéndose a La Luna Nona y otros cuentos
de Lino Novas Calvo que ordenada por Lyndon Johnson . Esa rebelión,
encabezada por el coronel Francisco Caamaño en nombre de una facción
juvenil del ejército que seguía siendo dominado por los viejos
generales trujillistas, pretendió restablecerlo en el poder. La
historia, que
parece imaginada por los novelistas o por los cuentistas, había
puesto en su camino a aquel joven oficial, encargado de custodiarlo
durante el viaje en barco rumbo al destierro en septiembre de 1963, y
que ahora quería devolverlo a la silla presidencial.
El
hecho de que no volviera a escribir un solo cuento, su oficio de toda
la vida, tiene que ver seguramente con su concepción ética de la
literatura. Aún consciente de que sin atributos artísticos
verdaderos una pieza literaria no es importante para nada, ni
siquiera como recurso de propaganda, y muy dueño de un arte que
había practicado a conciencia, capaz aún de definir sus reglas,
siempre estuvo convencido de que la literatura debía servir para un
fin moral —yo diría pedagógico—, tal como él mismo se coloca
dentro del universo didáctico de Eugenio María de Hostos
(1839-1903), uno
de los mentores del positivismo en América Latina. Desde su juventud
se proclamó un “hostoniano”, bajo la convicción de que las dos
palancas que mueven al mundo son la moral y el trabajo; una de sus
tareas del exilio en Puerto Rico y Cuba sería dirigir la edición de
las obras completas de Hostos. “Hostos fue para mí un maestro a
través de su obra”, dice él mismo. “El transformó mi destino.
Antes de leer la obra completa de Hostos yo era un proyecto de
hombre... un proyecto de hombre que quería hacer algo por su pueblo
y por los pueblos latinoamericanos. Pero no sabía cómo...” De
modo que esas ideas, que educaban para articular en armonía la
conducta personal con el entorno social, sobrevivieron siempre en él,
en sus tiempos de adhesión a la socialdemocracia, y aun en sus
tiempos posteriores de adhesión al marxismo.
Esta
finalidad ética la define al elegir el universo de sus cuentos, que
es el del medio rural dominicano, concretamente la región del Cibao.
Fue allí donde nació en el año de 1909, en el poblado de La Vega,
hijo de un inmigrante catalán, que de albañil pasó a comerciante,
y de una puertorriqueña de padre gallego. En una de las pocas
ocasiones en que la intención ética y social aflora de manera
explícita en sus cuentos, propone en boca de Juan, el personaje
central, la visión que tiene sobre el escenario campesino del Cibao.
Se trata del cuento “Rosa”:
No
era culpa del campo ser arena de tragedias ni semillero de hombres
que se desconocían a sí mismos. Esa era culpa de otros, de los que
sacaban de nuestro sudor la parte que usaban en rodearse de
comodidades o simplemente en envilecerse, y ni siquiera nos devolvían
en escuelas lo que nos quitaban todos los días. Rodando por el mundo
conocí muchos de esos culpables y me percaté de que gran parte de
ellos ignoraban que vivían a costa nuestra. A los que me decían que
con lo que yo sabía podía hacerme rico en la capital o en alguna
ciudad, les respondía que yo sabía que era un explotado, pero que
prefería eso a ser un explotador.
La
visión que tiene de su país —moral, política, literaria— es
integral, y cuando ejerció el poder, quiso hacer desde el gobierno
lo que había venido haciendo toda su vida desde la literatura:
reivindicar un mundo atrasado, olvidado, oprimido, hacerle justicia.
Era el mundo de los campesinos que había conocido en el Cibao desde
su infancia: minifundistas dueños de pequeñas parcelas, colonos y
aparceros, peones sin tierra, braceros haitianos de los ingenios de
azúcar; todo un universo tejido de costumbres ancestrales,
supersticiones, códigos de honor, siempre en lucha con los excesos
de la naturaleza, sequías o ríos desbordados, y en lucha también
con el poder, los campesinos carne de cañón de las montoneras y de
las guerras civiles, víctimas de la ley impuesta por los
latifundistas, y víctimas, sobre todo, de la miseria ineluctable que
acarrea, antes que nada, a la muerte. “La muerte era el gran
personaje de la vida campesina”, dice, y frente a ella todo era
indefensión, sin ninguna posibilidad de asistencia médica.
Cuando
se fue al exilio en 1937, quedó intacto en su memoria ese mundo que
pronto sería teñido con los colores del trujillismo; lo fue
recreando siempre en sus cuentos, desde la lejanía, y así
permaneció hasta que volvió a él por la puerta del poder político,
con afán reivindicatorio. Está visto que fracasó en esta tarea,
que era todo un experimento social y democrático muy nuevo en un
país atrasado, y ultrajado por décadas, porque su visión política
idealista no fue tan eficaz como la visión imaginativa que
desarrolló en sus cuentos, y chocó rápidamente con la realidad
heredada por el trujillismo que seguía presente en la sociedad
dominicana, y principalmente en el ejército obediente a la filosofía
de la guerra fría, que lo derrocó sin demora.
Después,
tampoco hubo el tiempo ni las circunstancias para volver a la
literatura. Regresaría del exilio en 1965 tras la revuelta abortada
del coronel Caamaño; sería otra vez candidato presidencial en las
elecciones de 1966 ganadas por el doctor Joaquín Balaguer, heredero
del trujillismo; abandonaría en 1973 el partido que él mismo había
fundado, para organizar el Partido de la Liberación Dominicana (PLD)
.
La
literatura era para él un oficio serio, que no podía compartirse
con la política. Se podía ser ambas cosas a la vez, escritor y
político, pero no a un tiempo, y ésta es una de sus reglas sabias:
“No es cierto que la política perjudique a la literatura. Lo que
ocurre es que la política es una actividad a la cual hay que
dedicarle todo el tiempo y la literatura también es una actividad a
la que hay que dedicarle todo el tiempo... de manera que para
realizar la actividad literaria y la política al mismo
tiempo,
cualquiera de las dos es excluyente de la otra...”
El
mundo que le sobrevivirá es el mundo del Cibao, el mundo de su
imaginación y su memoria. Sobrevivirá porque está en sus cuentos:
la única manera en que pudo exponerlo y, a fin de cuentas,
reivindicarlo. Lo escogió deliberadamente, más allá de la moda y
costumbre de aquellos años de forja de una literatura
latinoamericana que aún buscaba su identidad en la naturaleza y en
el paisaje, y en los seres que habitaban esa naturaleza y ese
paisaje. De esa pretensión de organizar un universo autóctono,
distinto al que reflejaba la literatura europea, para ir por ese
camino hacia una identificación de lo propio que sirviera como
argamasa de la nacionalidad por construir, nacieron los ismos de
color local, criollismo, regionalismo, equivocados en la manera de
abordar el universo rural que se ofrecía a los ojos del escritor en
todo su esplendor y su miseria. Porque la literatura vernácula
fragmentó ese universo, o se conformó con extraerle sus colores más
banales, como si se tratara de una expedición para explorar lo
exótico tierra adentro.
Bosch
supo ir al encuentro de ese mundo porque lo reconoce en su
complejidad y no lo banaliza nunca. Lo entiende en el conjunto de sus
elementos atrayentes, no porque esos elementos sean pintorescos, sino
porque tienen un peso humano, y enseguida acierta en transformarlos
en materia literaria a través de una compleja operación
imaginativa. Lejos de quedarse en una propuesta de decorados, a ser
resuelta en excentricidades del habla o en juegos continuados de
metáforas, nos convence
de que el mundo rural que describe permanece allí, vivo y poderoso,
no sólo como paisaje, aguardando a quien quiera entender su
verdadera dimensión.
A lo
largo del siglo XX, y sobre todo en la primera mitad que le toca
literariamente a Bosch, ese mundo rural es dominante en nuestra
realidad, y trastoca aún lo que llamamos nuestra cultura urbana. Es
de la sobrevivencia de sus valores arcaicos, transfigurados en la
vida cotidiana, que surgirá el asombro por los contrastes que da
paso a eso que se ha dado en llamar realismo mágico.Al tocar esos
elementos, como habitante él mismo del mundo rural del Cibao y no
como visitante, Bosch da con las primeras claves de la literatura
moderna, como podemos verlo en cuentos suyos como “Fragata”, la
historia de una prostituta gorda que acarrea sus enseres en una
carreta de bueyes para establecerse en una calle olvidada de un
pueblo olvidado, y que preludia a La Cándida Eréndira y su abuela
desalmada como en “Dos pesos de agua”, grabado con buril
tenebroso en negro profundo, semejante a un aguafuerte de Goya, las
ánimas del purgatorio entre las llamas, chillando como arpías que
deciden la suerte de los pequeños seres que penan abajo al desatar
sobre ellos el diluvio; o como el espléndido retrato del abuelo
Juan, su abuelo materno, que está en el cuento “Papá Juan”.
Bosch
escoge deliberadamente unas fronteras para sus cuentos, que son las
del territorio del Cibao. Pero de ninguna forma son creaciones
maniqueas, ni están construidas de manera pintoresquista. Son
cuentos vernáculos porque se delimitan en un universo campesino,
pero están elaborados desde abajo; y muy lejos de la usanza de la
época, el autor no desciende hacia ese universo envuelto en
metáforas sobre el paisaje, sino que sabe explorarlo a fondo; y
cuando recurre a la naturaleza con sus fuerzas desatadas, esas
fuerzas encarnan el destino, porque los seres humanos, pequeños
seres desvalidos, viven o perecen bajo su imperio, como en “Mal
tiempo”, que para mí es una de sus mejores piezas. Y esa
escogencia deliberada de escenario tiene consecuencias en toda su
obra.
Fue
dependiente de comercio en el Cibao, oficial de estadísticas en
Santo Domingo, vendedor de un puesto de licores en Madrid; durante
sus primeros años en Venezuela, gerente de una compañía de
variedades y descargador de camiones en el mercado de San Jacinto, en
Caracas; pintor de carteles de cine, en Valencia; fue anunciador en
un parque de diversiones ambulante, en gira por Curazao, Martinica y
Trinidad, donde también fue panadero. Fue todo eso, y además
exiliado político, que es un oficio en sí mismo. Experiencias
suficientes para reflejar una múltiple diversidad de temas en su
narrativa.
Pero
se quedó, con terquedad, en el escenario campesino del Cibao,
saliendo de ese territorio sólo ocasionalmente y de manera ejemplar,
como lo demuestra en su inolvidable cuento “Rumbo al puerto de
origen”, en el que cuenta la historia mágica de un pescador que
cae al agua por agarrar una paloma, mientras su barca de vela se
aleja empujada por el viento. Esa constancia fue una manera de
proclamar su compromiso con los personajes de su infancia, que fueron
los campesinos, y no los pescadores, aunque en este cuento demuestre
conocimientos de un virtuoso sobre el mar.
Todo
lo que he querido decir sobre el entramado entre su vida política y
su vida literaria, bajo el mismo presupuesto ético, está reflejado
en la escogencia que hizo de sus cuentos preferidos en su Antología
personal, publicada por la editorial de la Universidad de Puerto Rico
en 1998. Aunque no sean los mejores, son los que más se acercan a su
propia concepción de la literatura como reflejo de una realidad que
no está allí sólo para ser contemplada, en la vena de los que
algunos críticos llaman el realismo social, o sociorealismo. Y ese
mismo entramado está presente en el criterio con que a partir de la
década de los sesenta ordenó todos sus cuentos, desde los primeros
que aparecen en Camino Real, para ser publicados en tres volúmenes:
Cuentos escritos antes del exilio y Cuentos escritos en el exilio,
Más cuentos escritos en el exilio. Al fin y al cabo su vida se
cuenta antes y durante el exilio.
Y
como insisto en que los escenarios de la historia parecen siempre
preparados por la imaginación de los novelistas o cuentistas,
termino recordando que cuando nos encontramos por primera vez en San
Isidro de Coronado, nadie podía decirle que le tocaría suceder en
el poder a Trujillo, su antítesis ética y política, aunque fuera
por pocos meses. Tampoco nadie pudo haberme dicho a mí entonces,
aprendiz de cuentista sentado frente a su maestro, que dos décadas
después me tocaría suceder a Somoza como miembro de la Junta de
Gobierno, al triunfo de la revolución en Nicaragua.
Al
fin y al cabo, en el Caribe de llamaradas revueltas, la historia
privada no viene a ser la historia de las naciones, como señalaba
Balzac, sino que la historia pública arrastra en su turbión a las
vidas privadas, las transforma, y como una deidad funesta, decide la
suerte de los escritores.
SERGIO
RAMÍREZ
Muchas gracias por el aporte..!!
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