LOS
PORQUÉS DE LA ÚLTIMA, DE LA FLOR Y DEL NAUFRAGIO
En
el nombre de Dios: Amén. La narrativa dominicana, con su secuencia
incesante de aciertos y desventuras, constituye la historia de un
naufragio. Marejada voraz donde los escritores sobreviven a chepa o
terminan por ahogarse frente a los ojos de una sociedad indolente. La
ausencia de proyectos sólidos de edición y de promoción de nuestra
literatura provoca un sentimiento de abandono, que muchas veces
empuja hacia un estancamiento estético prematuro, hasta el punto de
causar que el escritor dominicano sea de a ratos y por añadidura.
Tal ausencia es auspiciadora de disputas estériles, de zancadillas y
de que las pocas oportunidades promocionales sean mal aplicadas, por
efecto del llamado Síndrome de Horaeio Vázquez o que entre el Mar,
que se define como el yo o nadie. Este naufragio devorante a quienes
más afecta es a los narradores. Desde los orígenes de las
literaturas en lengua romance, y más aún a partir de la modernidad,
los pueblos han solido escribir sus textos fundamentales en prosa;
sin embargo, en nuestro país siempre se ha privilegiado el cultivo
de la poesía, y esta, digamos paradoja, alcanza su mayor grado de
sistematización en el hecho de que nuestros movimientos literarios
han sido orientados hacia los poetas y no hacia los narradores. Por
todo eso, el naufragio.
La
flor. [Oh, mi bien amada, qué bella la flor, cómo perfuma, cuánto
embriaga! Es tan dulce, tan suave, tan frágil... tan efímera. El
problema de la flor es precisamente que sólo florece. La literatura
dominicana es una flor: siempre, década tras década, floreciendo.
Pero raras veces se trasmuta en fruta sólida y acabada. El parnaso
local siempre vive lleno de promesas... de promesas que no se
cumplen. Escritores que emergen con mucha potencialidad y que, al
final, terminan con una obra incompleta y de alcances limitados.
Prometer y no cumplir... Es como si la literatura nacional tuviese
vocación de política. Pero toda esta finitud se debe al naufragio.
Por todo eso, la flor.
Los
narradores surgidos en la presente década seremos los últimos,
tanto del siglo como del milenio. Cerraremos una puerta hecha
escombros. Hemos presenciado la caída del muro de Berlín; hemos
sentido el proceso inmigratorio; hemos notado la ausencia de ideales
políticos sólidos; hemos manejado computadoras; hemos observado el
paso definitivo del campo a la ciudad; hemos percibido el papel
sospechoso de las religiones; hemos sido asaltados por la farsa de
dos procesos electorales; hemos sido cantados por Nando Boom, Vico C
y la Coco Band. Hemos padecido ya tantas cosas, que a veces tememos
dar un paso más (Si, como sustentan los historiadores, los finales
de siglo son de crisis, qué no esperar de un final de milenio). Pero
aún así, al parecer estamos dispuestos a fecundar la flor más allá
del naufragio. Por todo eso, la última.
El
libro Ultima flor del naufragio reúne a diecinueve narradores
jóvenes dominicanos que asumen su compromiso mayor con la
cuentística en la década de los noventa. Honestamente creo que en
este proyecto, hay algo de anti-antología, pues a las antologías
les gusta abastecerse del orden establecido: es muy confortable
preparar un florilegio en el que los seleccionados estén inscritos
en la vía de la posteridad. Sin embargo, existen numerosos ejemplos
-como el de san Juan de la Cruz, quien estuvo ausente de las
antologías preparadas en el Siglo de Oro- que demuestran que dicho
sistema no es enteramente confiable. De manera, pues, que máquina.
El que estos narradores lleguen o no a la posteridad dependerá
solamente del trabajo que cada uno continúe realizando y, más aún,
de la posteridad misma. Por lo pronto, esta es su antología. Sólo
el lector y la imprecisión del tiempo podrán decir la última
palabra.
IV
RELACIÓN
ACERCA DE LOS ÚLTIMOS NÁUFRAGOS
Todavía
no puede asegurarse que los narradores incluidos en esta Ultima flor
del naufragio conformen un sexto estadio del cuento dominicano; pero
sí pueden citarse ciertas características esenciales que les dan
peculiaridad. En esta década el espacio rural desaparece por
completo, mientras que el concepto de ciudad se internacionaliza. La
experimentación técnica, constante desde los sesenta, es abordada
ya no tanto como instrumento de ruptura en sí, sino como orden
establecido, según puede evidenciarse en las vigorosas
interpolaciones de Luis Martín Gómez, Víctor Saldaña, Máximo
Vega o en las densas construcciones escriturales de Aurora Arias. Es
evidente que, salvo algunas excepciones -digamos los pasajes
fantásticos de Roberto Sánchez o las risas forzadas de Luis
Santos-, no existe la intención de someterse a los cánones cerrados
propuestos por algunos maestros.
A
estos narradores corresponde cerrar un milenio y abrir otro. Los
tiempos actuales, dominados por el talante de la amargura que provee
la impotencia, son bastante difíciles (el hecho de que la bachata,
esa canción seductora devorada por el amargor, haya calado tanto en
el gusto de nuestros días es un reflejo de dicha circunstancia).
Esta angustia la hallaremos vertida en los textos representativos de
nuestra antología. Es preciso señalar que esta coyuntura constituye
una diferencia de fondo con la cuentística anterior. En el cuarto
estadio -de los años sesenta y setenta prevaleció el sentimiento
del miedo, debido a que la gran causa del peligro estaba bien
ubicada: el culpable era el sistema
y la solución, derribarlo. En el quinto estadio, debido a la larga
tregua "democrática", hubo cierta congelación del
desarraigo existencial: en la década de los ochenta prevaleció el
ambiguo sentimiento de la espera. Mas en la década de los noventa,
donde ya cada cual se ha despojado de su máscara, el enemigo ha
resultado ser tan gigante y enigmático que no se vislumbran formas
ni dirección de destruirlo: de ahí, transplantando a Kierkegaard,
proviene la angustia. Angustia que podemos identificar claramente en
las narraciones de David Martínez, Eloy Alberto Tejera o Frank
Martínez, aunque a veces adquiera un matiz de nostalgia en Pablo
Jorge Muston en o un tono de esperanza inútil en Melchor Rosario,
Nicolás Mateo, Mélida Carda o Carlos Roberto Cómez Beras. Angustia
que mal mirada y de lejos, como en los textos de Luis Toirac, podría
parecer ausente... lo cual no hace sino multiplicarla.
Otra
nota característica de los textos de estos jóvenes narradores es la
presencia del erotismo. La sensualidad, ya sea en la expresión
meramente lúdica, en la referencia indirecta o en la instancia
soterrada, invade el relato infestándolo con diversos pasajes en los
que la experiencia erótica determina de algún modo el acontecer
humano. Sin embargo, urge aclarar que no se trata de un erotismo
sensacionalista y superficial, sino de un erotismo aplicado como
instrumento para llegar al fondo de la problemática existencial del
hombre. De esa manera, el narrador busca penetrar la interioridad de
los personajes, husmear entre sus escombros sicológicos y transitar
a través de su profunda soledad.
Además
de la coincidencia epocal, de la pluralidad formal, de la angustia y
del erotismo, estos últimos narradores-náufragos, perdón- están
emparentados por el recurso de la abstracción. Las tramas, los
personajes y los cronotopos son manejados a partir de una visión
abstracta, lo cual permite una mayor libertad en la construcción de
los hechos y en el uso del lenguaje. Esa tendencia hacia la
abstracción se evidencia particularmente en los textos de Sueko y
Eugenio Camacho y alcanza un nivel complejo en la trama metafísica
de Pedro José Gris. Un detalle significativo es que la narrativa
corta de estos jóvenes refleja de manera clara, apoyándose en la
referencia cotidiana y la pincelada sicológica, la problemática
existencial del dominicano.
Todos
los rasgos señalados en este capítulo nos hablan de una cuentística
-canónica o no- sintonizada con la temporalidad sobre la que se
gesta y compatible con el resto de la narrativa corta que emerge por
estos días en el Caribe. Finalmente, es justo adelantar que en esta
antología faltan autores. Ello se debe a diversos motivos: la
incomunicación, el desconocimiento, quizás el olvido...
mas
Dios es testigo de que en ningún caso ha obrado la mala fe. Pero
sepa el lector que los textos de los escritores que no están aquí,
son representados por los textos de los que sí están. De todos
modos, algunos tenían que faltar, pues ya advirtió Chesterton que
todo recuento que carezca de omisiones injustificadas es sospechoso,
porque la costumbre ya las tiene por establecidas. Y, pues, el
prólogo ya está acabado: de aquí en adelante comenzará la materia
del libro.
Pedro
Antonio Valdez
Enero
de 1995
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