Con
el Rey Clinejas pretendo acercarme a lo que considero una necesidad
de nuestra escena: a la creación de un auténtico teatro popular
dominicano; o sea, a un teatro que plasme una acción extraída de
las entrañas mismas del pueblo y que de una u otra manera establezca
contactos con nuestro carácter, mitos y realidades.
Lejos
estaría esto de inscribirse en los postulados del costumbrismo,
siempre atentos a lo nimio, al inventario intrascendente, a lo que se
limita a una sola región, a un solo momento histórico y a una sola
clase, como consecuencia de la moda o de los azares historicistas.
El
teatro popular será entonces reflejo de lo que le acontece a todo un
pueblo enlas raíces mismas de su evolución. De esta manera cabrán
en él tanto las acciones legendarias como las que caracterizan un
acontecer inmediato, y cuyos medios fluctúan entre la sátira
(exorcismo de los males a través
de
la risa) y el desgarramiento de un testimonio colectivo. Sin embargo,
no debe confundirse la ex-
presión
popular con lo sórdido. La mugre, (podemos asegurar que la pobreza
puede ser extremadamente limpia) la abyección, las imágenes de la
fealdad que circulan como clisés de las clases desamparadas, no
tipifican a un pueblo sino en sus peores crisis y caídas, cuando ya
ha perdido la noción de su dignidad y, por ello, de la majestad de
su procedencia.
Así
mismo, el confundir teatro pobre con teatro harapiento es error que
adultera la comprensión de lo que representa el pueblo, a la vez que
destruye el alcance social y humano de lo escénico.
Cuando
se trabaja en género tan apasionante debe también pensarse, (y me
refiero aquí mas bien al teatro escolar, a los tablados que arman
las compañías trashumantes y a los sitios donde se improvisa una
representación) en la misión educativa del teatro, que ofrece a un
conjunto de individuos la posibilidad de conocer, examinar y
comprender los problemas que lo afectan, extrayendo de ello valiosas
consecuencias, no importa lo problemáticas que puedan ser las
conclusiones.
Por
de pronto, para alcanzar tales fines sabemos que las líneas
argumentales deben ser claras y precisas, lo mismo -que los diálogos;
los personajes poseerán una humanidad reconocible y expresarán
ideas que no necesiten aclaraciones adicionales para su asimilación.
Los refinados matices sicológicos son, de hecho, obstáculo para las
concepciones primarias de la vida que encuentra sus acentos
convincentes y monumentales en la epopeya, más que en el drama o la
tragedia.
Comprendemos
entonces que estamos avocados a una exigencia de inmediatez, a una
codificación de las expresiones directas, eludiendo en lo posible un
trasfondo vago de alusiones y medias tintas.
No
quiere decir esto que la visión de lo popular entrañe conceptos
acartonados ni especímenes de una sola pieza. Más bien se trata
aquí de las excelencias de la síntesis, de las complejidades de lo
simple. En este género teatral reducir un carácter a sus mecanismos
fundamentales no implica pobre
za,
sino potenciar al máximo las cualidades explosivas de unos cuantos
ingredientes que prefiguran la totalidad.
Si
quisiéramos entonces señalar algunas exigencias de . ese teatro que
proviniendo del pueblo debe volver a él enriquecido, tendría más
que referirnos a la fuerza y relieve de las situaciones, a la
economía de los ingredientes, al atractivo de la fábula (un
argumento debe poderse contar de la misma manera que se silba una
melodía) y a la utilidad y trascendencia social de sus ideas.
Claro
que no todos estaremos en condiciones de afrontar un reto semejante.
Bretch lo ha logrado en Madre Coraje y en otros de sus títulos, a
pesar del tecnicismo propio del consumado hombre de teatro que fue y
del que hacen gala todas sus obras. En ellas la complejidad e
intelectualismo pueden restarle aceptación a nivel popular, a pesar
del profundo contenido político que poseen y tal
vez
por esa misma causa.
Partiendo
de estos requisitos básicos podemos encontrar un auténtico teatro
popular en los Pasos de Lope de Rueda y en los Entremeses de
Cervantes; en la Numancia, de este último autor, grandioso fresco
del valor y decisión de una raza; en Fuenteovejuna, El Caballero de
Olmedo y el Peribéñez,
de
Lope de Vega; en el Don Juan de Zorrilla, más que en el de Tirso de
Molina, que le aventaja en calidad; en algunos elementos de Valle
Inclán, o de Don Cristóbal (aunque éste cae dentro del género de
las marionetas) de García Lorca. Como se verá, limito mis
referencias a los ejemplos mayores de nuestro idioma. Estas
consideraciones, que he traído a colación a causa del modesto
intento de mi pieza, no significan presunción, sino que quieren
ofrecer un incentivo a todos los que se ocupan del teatro en nuestro
país, para que profundicen en un género de tanta trascendencia para
el momento histórico que nos toca vivir, que es de concientización
y rescate de los valores tradicionales. Así, el hecho de que ahora
publique esta pieza breve, parte no sólo de mi propósito de
descarganme de todo un material inédito que me abruma y que ha sido
almacenado durante largos intervalos de actividad creadora, sino de mi
interés por alentar un auténtico arte
popular dominicano, no populachero, ni comercial, ni oropelesco, ni
panfletario, sino un teatro sano y vigoroso, expresián fidedigna de
nuestros anhelos y experiencias. Los personajes de El Rey Clinejas me
fueron traídos por la realidad. Han vivido conmigo desde mi infancia
y han encarnado, para mí, las luchas del hombre entre el mito (otra
forma de religiosidad) y sus consecuencias; del
hombre que siempre; o se mueve entre dos edades o épocas
contradictorias que debe superar aún a costa del sufrimiento suyo y
del ajeno. Los dos mendigos (el Rey Clinejas y el Cojo) representan
dos polos antágónicos de una misma verdad que casi serán
imposibles de conciliarse a lo largo de una vida. Son los personajes
básicos, entre los que se mueven los niños en ese momento crucial
de sus metamorfosis, cuando al misterio de la niñez va a oponerse la
revelación de la adolescencia. Dice
Eluard, en verso iluminado, que vivimos olvidando nuestras
metamorfosis; o lo que es lo mismo: vivimos olvidando nuestras
muertes sucesivas. Mi pieza glosa dos de esas muertes, la que
enfrentan los niños en su crecimiento y la que asume el Rey Clinejas
cuando, tras aferrarse a 1a ilusión, su mundo se derrumba. Después
de tan desgarradora experiencia deberá encontrar nuevo terreno en
qué afirmarse, crear nuevas trampas para justificar las excelencias
de sus vuelos imaginativos, ya que un brusco descendimiento a la
realidad, para mantenerse en ella, supondría la locura. Los demás
personajes responden a necesidades de equilibrio; son los soportes
sobre los que descansa la acción y el complemento natural de ese
ambiente en que el pueblo se haya inmerso. El Capitán representa un
concepto de la autoridad y de las leyes muy común en un país de
caudillos y dictadores como es el nuestro; María tipifica a la
hembra astuta, maestra en el arte de seducir; el joven Sargento, en
cambio, es tul ideal de comprensión y de solidaridad humanas. He
aquí los propósitos de una obra que fue escrita inmediatamente
después de Vacaciones en el Cielo y que pudo beneficiarse de ella en
cuanto a la disposición de las situaciones y los diálogos. Son dos
obras criticas de nuestro mundo, aunque El Rey Clineja apunta, como
ya he dicho, hacia las esencias más libres y primitivas del
Folklore.
Manuel Rueda
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